Los republicanos estadounidenses de cara a las elecciones del 2024
En las últimas semanas se han ido agregando nombres a la lista de políticos estadounidenses que buscarían la nominación republicana, para postularse como candidatos a las elecciones presidenciales de noviembre del 2024.
Estamos aún a año y medio de distancia cronológica de tal acontecimiento, pero pueden irse elaborando ya algunas ideas que nos permitan, no adivinar quién pudiera resultar electo, sino prepararnos para los probables escenarios que tendremos ante nosotros.
El hecho de que un político estadounidense anuncie tal propósito significa algo más que creerse ella o él mismo que es mejor que otros, que tiene el programa mejor concebido para enfrentar los problemas acuciantes del país, o que cuenta con los recursos mínimamente necesarios para promover un apoyo suficiente en el electorado.
Si bien Donald Trump tuvo que obtener la nominación durante el 2016 ante una concurrida competencia entre republicanos, para el 2020 fue el candidato indiscutido. En cuatro años puso suficientes zancadillas, debilitó considerablemente la infraestructura del partido, amenazó, presionó y chantajeó a cuanto posible aspirante se le podría haber enfrentado. Más aún, retribuyó de forma adecuada a los que financiaron de manera determinante su primera campaña, con ahorros en impuestos y otras ventajas empresariales.
El hecho que de cara al 2024 haya ya surgido más de un nombre para oponerse a sus propósitos significa varias cosas. Una de ellas es que podría ser del interés de aquellos grupos de financistas que influyen de manera notable, o muchas veces deciden quién recibirá más votos.
En este sentido, podrían estar sucediendo varias cosas: a) Trump es considerado por aquellos de alto riesgo, poco manejable, b) se necesita un cambio de imagen para lograr los mismos propósitos; o, incluso, c) la existencia de varios candidatos ayuda a debilitar la oposición que le ofrecería el segundo rival más fuerte.
Hay aún otro factor que está empotrado en la cultura estadounidense: Trump es ya considerado un perdedor (looser) por los resultados del 2020 y el ciudadano común de aquel país no apuesta por los perdedores ni para presidente, para director de un colegio, o para líder de una banda de música.
Es cierto que toda su campaña actual se basa en el argumento de que le robaron las elecciones pasadas, pero hay cada vez menos evidencia que sustente tal sentencia, que va resultando creíble solo para los mismos que aseguran que desayunan con un gremlin en casa todos los días.
Cualquiera que sea la razón fundamental detrás de la decisión de todas y cada una de estas personas de aspirar a la candidatura, lo más tangible es que han dado un paso impensable 4 años atrás y estarían dispuestos a enfrentar la artillería reactiva de los ataques personales trumpistas, o tendrían recursos para adquirir los anticuerpos necesarios.
El grupo de los actuales aspirantes habría que dividirlo entre aquellos que tienen una carrera con menos desarrollo y aspiran, no a ser nominados, sino a hacerse más visibles a nivel nacional y eventualmente ser escogidos para puestos en el alto ejecutivo. No obstante, no hay hasta el momento entre ellos ninguno que pueda considerarse recién llegado a la política.
No será hasta la primavera del 2024 que podrá tenerse una idea más o menos clara de quién, o quiénes, podrán contar con las mayores posibilidades de representar a los republicanos ante un envejecido Joe Biden, contra quien pesa de manera constante la duda sobre su estado de salud, quien técnicamente podría ser reelecto solo para dejar el cargo después en manos de una vicepresidenta poco hábil y que no aglutina ni en su estado natal.
Aunque en estos momentos las encuestas nos hacen creer que Trump cuenta con un favoritismo indiscutido entre los simpatizantes republicanos, hay demasiados meses de por medio, para desconocer que algún fallo judicial en su contra lo pueda incapacitar (o multiplicar la cantidad de seguidores), o que también la salud le juegue una mala pasada.
Tanto como ha sucedido en otras ocasiones en el pasado, las elecciones presidenciales del 2024 podrían ser decididas no tanto por los votos físicos a favor de uno u otro partido, sino por las grandes cantidades que vean limitado su derecho al sufragio, a partir de la interminable lista de normativas y condicionantes que han sido aprobadas por las 50 asambleas estaduales, que son mayoritariamente republicanas. No hay bibliografía hasta ahora que resuma el número de plazas de autoridades electorales locales que se han llenado con seguidores del mito sobre el “robo del 2020”, ni cuántas asientos en cortes de apelación estarán cubiertas por jueces de verificable inclinación republicana, para el caso que se deba responder a reclamaciones de la otra parte.
No obstante, ante esta abrumadora cantidad de razonamientos incompletos, medias tintas y falta de datos, se pueden relacionar algunas casi verdades que probarán su peso específico de cara a los próximos comicios presidenciales.
Es la primera vez que entre los precandidatos republicanos se presentan una mujer (Nikki Haley) y un afrodescendiente (Tim Scott), ex gobernadora y senador federal en funciones por Carolina del Sur respectivamente, lo cual por sí mismo indicaría la necesidad que sienten algunos operativos partidistas en darle un cambio de imagen a la agrupación, al menos en apariencias. Es también la primera vez que un ex presidente en su intento de volver al ruedo recibiría la oposición de su ex vicepresidente (Mike Pence, Indiana), en franca señal de una división al menos entre aquellos que son proburocracia tradicional y los que no.
Los republicanos son hoy un partido desinstitucionalizado en el sentido de que no funcionan los mecanismos internos que tradicionalmente han buscado el balance entre figuras, han impuesto cierto orden para guardar las formas ante el público y que muchas veces logran que los temas más álgidos se traten en privado.
El partido republicano sigue siendo el representante principal de la “vieja economía” y de los sectores económicos perdedores de la apuesta por el libre comercio, que van desde el carbón y el acero, hasta la agricultura. Es el principal contenedor de una frustración que se ha acumulado durante años, que se sintetiza en la frase de “Washington no nos representa”, que ya atacó el capitolio el 6 de enero del 2021 y que estarían dispuestos a hacerlo de nuevo en la capital federal, o en las estaduales. Y todo esto aún sin la sombra de una nueva crisis económica, una espiral inflacionaria, o retroceso en los mercados de valores, que daría a todo el panorama un color gris más intenso.
Los republicanos en tiempos de Trump hablaron de hacer a Estados Unidos grande otra vez (Make America Great Again), los demócratas de Biden han apostado por Reconstruir Mejor (Build Back Better), pero ninguno de los dos propósitos, ni sus respectivos lemas, arrojaron resultados concretos.
La muestra más evidente de la falta de agendas coherentes y de maneras para instrumentarlas en el orden interno ha sido el último acuerdo de las élites partidistas para aumentar el límite máximo de la deuda federal, que se puede graficar en la imagen de las sobrecamas que cosían nuestras abuelas con retazos de telas de diferente calidad y color. Algo que en el cine se denomina un Frankestein.
Este panorama de momento apuntaría hacia una política exterior que será cada vez más errática, menos programática, más inclinada a cometer errores de altos costos, en peores condiciones para articular alianzas, más centrada en objetivos parciales e inmediatos y más inclinada al uso de medidas coercitivas o de la fuerza.
Dada la complejidad de variables que se entrecruzan en la realidad nacional estadounidense y también en sus contactos con el mundo exterior, estas pueden ser verdades solo para las próximas 24 horas, por lo que habrá que repetir las preguntas correctas con mucha frecuencia en los meses que restan.
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