¿Por qué Trump?

Image tomada de mesaredonda.cubadebate.cu
Es común escuchar de muchas personas la pregunta de que cómo es posible que un individuo como Donald Trump haya sido electo presidente de un país que, aunque no garantiza la educación universal, cuenta con centros de investigación, universidades e instituciones de pensamiento avanzado en varias esferas.
Lo primero que habría que acotar quizás es que si bien un 92 % de la población cuenta con un nivel medio o superior de enseñanza, se registran 43 millones de estadounidenses que son analfabetos funcionales (21%), es decir, que no comprenden el contenido de un texto redactado para un adolescente que cursa el 8vo grado.
Otro elemento a tener en cuenta es la complejidad del sistema político estadounidense. Sería válido suponer que una maquinaria política que funciona en 50 estados, 435 distritos electorales y 30 000 ciudades incorporadas a la unión, podría producir líderes que puedan formarse una idea clara de los principales problemas del país y de sus soluciones potenciales.
Y de nuevo: cómo es que la mayoría de la gente eligió a este individuo?
Para comenzar a responder estas dudas debe recordarse que la mayoría de las personas con derecho al voto en Estados Unidos no, rpt, no participan en el ejercicio electoral. Esta responsabilidad recae entonces sobre menos del 50% del padrón electoral cada cuatro años. Si en ese país el ejercicio del voto fuera mandatorio otros serían los resultados.
Después de que los padres fundadores diseñaran la conformación de un estado y una constitución que garantizaba los derechos solo de una minoría, sobrevinieron años en los que la clase dominante se empeñó en diseñar un sistema electoral que respondiera aún más a los intereses de pocos. No fue tarea de un día.
Desde la forma en que se estructuraron los caucus o asambleas locales de cada partido, el día (laboral) escogido para el sufragio, la localización de los colegios, los gastos necesarios en propaganda y otros recursos públicos para divulgar las candidaturas, el acceso a la prensa y medios de comunicación en general, la necesidad de desplazarse físicamente por un extensa geografía, todo apuntaba desde muy temprano que solo lo podrían lograr aquellos que contaran con los recursos suficientes.
Cada vez más el gobierno federal se fue convirtiendo en una entelequia que se alejaba de los intereses de las mujeres y hombres de a pie. Cada vez más los grupos de menores ingresos, sentían que las decisiones que se tomaban en Washington DC no tenían relación alguna con sus problemas personales a miles de kilómetros de distancia. Era un estado que se había constituído para preservar e intermediar en los intereses de los grandes grupos económicos y no para equilibrar o repartir adecuadamente la riqueza que se creaba entre todos.
Si bien estas tendencias tuvieron altos y bajos, que hubo varios gobiernos con agendas populistas y que incluso existieron diseños de presupuestos que se llamaron de “bienestar social”, lo cierto es que fue creciente la concentración del poder político y económico en pocas manos y las estructuras partidistas fueron dominadas por grupos y cacicazgos que raramente estuvieron en disposición de deshacerse de las prebendas que concede el ejercicio del uso del poder.
Y alguien dirá con razón: pero es lo mismo que ha sucedido en la mayoría de los países capitalistas y hay pocos casos tan estridentes como el de Trump.
Habría que recordar entonces que ha habido muchas excepciones a esa regla de supuesta racionalidad. Cada vez que se han producido crisis sistémicas, fraccionamiento de las economía locales y reajustes en los esquemas de dominación, las estructuras de beneficio del capital lanzaron a lo más alto del poder ejecutivo a individuos como Adolfo Hitler, Benito Mussolini y muchos otros que no se caracterizaron precisamente por la brillantez de sus ideas, ni la ponderación de sus decisiones.
Pero volviendo al escenario estadounidense, si ya sabemos que más del 50% de los electores no se interesa, o no se siente atraído por la elección de su líder, entonces habría que analizar cómo se comporta el por ciento restante. Contrariamente a lo que se cree, el sector más grande de los que ejercitan el voto no son ni demócratas, ni republicanos (obviando que existe otros partidos de presencia local), pues son los llamados independientes.
Estos últimos no están registrados, ni asisten a las actividades (militantes no es el término que puede utilizarse) organizadas por una u otra estructura electoral. Ese sector se pasa los cuatro años que transcurren entre uno y otro ejercicio mirando de un lado a otro, con la misma cadencia de un ventilador de mesa, esperando ver aquí o allá algo que finalmente lo atraiga a apostar por alguno de los caballos ensillados para la ocasión. Según encuestas históricas, estas cuestiones definitorias pueden ir desde la gesticulación al lanzar los discursos, hasta la vestimenta que se usa en cada acto. Pocas veces la decisión viene por un tema de sustancia. Muchos conocedores de la materia plantean que la principal acción antes de votar es observar el saldo de la tarjeta de crédito, o mirar la billetera. Si hay suficientes fondos, que todo se quede como está, con independencia del color del partido. Si hay menos poder de compra y más facturas por pagar, pues entonces que venga el cambio.
La realidad, claro está, es mucho más compleja que todo eso, si recordamos que en cada elección presidencial el votante tiene que emitir su opinión en las boletas que contienen varias preguntas y no sólo responder a quién debe ser el presidente. Algo singular del sistema estadounidense es que usted puede ganar el voto popular y aún perder la elección (Hillary Clinton 2016), gracias a la existencia del llamado Colegio Electoral, institución creada en los tiempos de la esclavitud para garantizar una representación equitativa de los estados según su población electoral blanca.
Pero si partimos del registro de que la mayoría de los estados han votado consistentemente por uno u otro partido a lo largo de muchos años, entonces llegamos a la conclusión de que las elecciones presidenciales se deciden en una muestra aún menor del electorado. Los recursos, la atención y las energías de cada partido se concentran en los llamados estados pendulares, que registran una oscilación en sus preferencias y estos se calculan como promedio entre 12 y 6 de ellos en cada ejercicio.
Si estamos en condiciones de admitir que el presidente estadounidense NO es necesariamente elegido por la mayoría de los votantes, entonces es útil repasar quiénes son los candidatos, cuáles son sus agendas, los sectores más militantes que los apoyan, hasta poder llegar a comprender cómo una persona con las características de Donald Trump resulta electo. Pero también dedicar un tiempo al entorno: qué es Estados Unidos hoy y qué lugar ocupa en el mundo.
Estados Unidos pasó de ser el poder económico y militar más importante desde 1945, a considerarse ganador del enfrentamiento socialismo vs capitalismo en 1990. Ello le otorgó suficientes credenciales, según su racionalidad, para proponerse una agenda de rendir a sus pies todos los mercados y plantear reglas de competitividad que difícilmente alguien podría imitar (Consenso de Washington y todo lo demás). En el plano político y militar, a falta de un gran rival que culpar, generó el fantasma del terrorismo como bandera para aprobar grandes gastos militares e involucrarse en una serie de guerras en el Medio Oriente que destruyeron naciones y mercados regionales, generaron millones de migrantes no deseados y sustrajeron grandes recursos monetarios de proyectos domésticos en la retaguardia en función de las ganancias del complejo militar industrial.
En el radar de los observadores estadounidenses de la época no surgió ni por asomo el impresionante reto que supondría en el mediano y largo plazos en el plano económico y tecnológico la República Popular China y otros experimentos que tenían lugar en la región asiática. Nadie calculó las tendencias que se ha revertido en apenas 30 años.
La crisis económica global que sobrevino en el 2008 puso de relieve una nueva realidad para Estados Unidos: internamente existían muchos niveles distintos de desarrollo, habían sectores ganadores y perdedores de la apuesta del llamado libre comercio, amplias zonas del tejido social de la nación estaban destruidos y sin recuperación, el consenso político era un animal en extinción y rara vez podría ser utilizado para soluciones creativas a escala nacional. Convivían entonces dos grandes tendencias en la clase política: mejorar la imagen exterior del país e imaginar proyectos supuestamente inclusivos hacia el interior (Obama 2008-2016), o cambiar las reglas del juego, aplicar el vale todo y no pedir disculpas por representar a una minoría (Trump 2016-2020)
Y la siguiente pregunta que viene al caso sería entonces y por qué Trump como individuo?. Si se revisan los nombres de las figuras que aspiraron al liderazgo del partido antes del ejercicio del 2016, se podrá apreciar que personalidades como Sarah Pallin, John McCain y otros no ofrecían un coeficiente intelectual muy distante al caso que nos ocupa. Habría excepciones, claro está, como Jeb Bush, con el pedigree del padre y el hermano, más ciertas maneras para respetar las reglas del juego.
Pero Trump asciende entre ellos por razones muy específicas. Primero luchó con más fuerzas que el resto por una razón muy particular: acceder al espacio político para evadir todos los problemas legales que lo perseguían a él y a familiares cercanos, ningún otro tenía un estímulo similar. Lo segundo sería su “capacidad” como elemento disruptor, es decir, el irrespeto a toda regla, el vale todo. Su currículo chantajista para aplastar al contrario en el sector de la construcción en estados tan desintoxicados de corrupción como New York y New Jersey, hizo palidecer en la contienda al más cercano competidor.
Contrariamente a lo hecho por toda la clase política que lo precedió, Trump no cortejó a todos y cada uno de los sectores sociales del electorado estadounidense. Se concentró en el 27-30% que significaban los blancos conservadores (unos evangelistas otros no), a los que le preocupaba el oscurecimiento étnico del país, que estaban frustrados por la debacle de la vieja economía y que reaccionaban en modo automático a pecados tales como la homosexualidad o el aborto.
Y si esta lógica no fuera suficiente para ganar el poder en un sistema que cada vez observa de manera más irrespetuosa las llamadas reglas de juego, entonces debemos considerar el gran esfuerzo que hicieron sus rivales demócratas para perder tanto en el 2016, como en el 2024. Casi estuvieron a punto de lograrlo también en el 2020.
En los ciclos electorales estadounidenses la gran pregunta es casi siempre quién va a ganar. Pero después de lo observado en los últimos años quizás haya que cambiar a quién hará todo lo posible por perder. Y es que resulta imposible imaginar que sobre todo en el último ejercicio los demócratas estaban realmente en función de lograr una victoria. La lista es interminable: candidato octogenario sin carisma, sustituta impuesta por la burocracia, convención cerrada sin dar posibilidades a las bases para expresarse, errores continuos en el tratamiento de los temas, baja movilización, inversión de recursos en zonas geográficas de dudosa retribución, apoyo irrestricto a genocidas internacionales, no aceptar la transición generacional en los distintos niveles de dirección. Realmente hicieron grandes esfuerzos por perder y el contrario se lo agradeció.
El resultado es ya el conocido. Durante sus primeros cien días, Donald que arrastra también una pasión por el reality show y una empatía con los admiradores del género, ha estado sorprendiendo a aquellos que nunca leyeron o conocieron acerca de su vida anterior. No se le puede acusar de mentir, actuar, mutar, o presumir. Ha sido realmente el más consistente de todos, el más fiel con su falta de principios y su experiencia anterior como contratista irreverente ante la competencia. No ha sido, ni será, un estratega de estado mayor, un visionario filosófico, ni un articulador de la armonía social. No accedió al poder para hacer beneficio a otros que no sean a sí mismo y a los que le juran total fidelidad, genuflexión y sumisión.
¿Por qué en su agenda todos los días aparece alguna acción contra los cánones establecidos y la verdad compartida? Muy sencillo: los sistemas de regulación establecidos para evitar el crecimiento monopólico, el daño al medio ambiente, para permitir el surgimiento de nuevos actores económicos, para que la ciencia conduzca la innovación, resultan ya asfixiantes para muchos sectores internos y para reganar el terreno perdido ante la competencia externa.
Trump aspira a que la reiteración de esta conducta por tiempo indeterminado pueda convertir en normal o anormal, reduzca la capacidad de reacción en un público adaptado al mensaje de los medios, destruya las defensas de sus amigos demócratas que no coordinan un mensaje de respuesta, ni se recuperan de la derrota aún.
El Sr Trump ha especulado sobre la posibilidad de reelegirse y ha generado miles de comentarios entre los que no recuerdan la edad que tendrá para el 2028. Su capacidad de arrastrar estados de opinión podrá desvanecerse en breve, porque sencillamente no estará en capacidad de mostrar resultados al nivel de las expectativas que ha creado. Si podrá destruir, aplastar, subyugar, dañar a terceros, pero en todo caso el sueño americano transitará a pesadilla.
En este punto vale la comparación con momentos similares vividos en sus liderazgos por civilizaciones que en el pasado tuvieron cierta preponderancia en la historia de la humanidad. La nueva pregunta que queda para analizar en otra oportunidad sería: las sociedades en quiebra generan este tipo de liderazgo en su etapa terminal, o ¿se trata solo de un fenómeno coyuntural que será superado parcial o totalmente en el tiempo por venir?
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