¿Lo que el viento se llevó? La geopolítica detrás de la guerra en Ucrania
Artículo publicado en Dossier "El conflicto en Ucrania y las disrupciones del orden mundial"
Muerte de la URSS y resurrección de Rusia
A finales de febrero del presente año, el presidente ruso Vladimir Putin compareció junto a los miembros del Consejo de Seguridad de Rusia, para analizar la viabilidad del reconocimiento de independencia que habían solicitado las autodenominadas “repúblicas populares” en Donetsk y Lugansk. Una prolongada reunión, que será recordada por la aprobación de ese reconocimiento y la posterior firma de un acuerdo de defensa y ayuda militar mutua firmado entre la Federación de Rusia y las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk. Días después Putin anunciaba al Mundo el comienzo de una “Operación Militar Especial”.
Ante todo hay que realizar algunas precisiones que se corresponden con un orden cronológico, coherente con la dinámica de un proceso histórico complejo y en el que antes de pronunciarnos a secas en razón del Derecho, debemos ponderar los argumentos de facto.
Formalmente al territorio de la antigua Unión Soviética se le denomina como “espacio post-soviético”. Es decir, amén de reconocer que la Comunidad de Estados Independientes (CEI), nunca cumplió grandes expectativas, la expresión reconoce que allí hay algo más que territorialidades delimitadas fríamente por fronteras. Sea por una política de repoblación de territorios o por el interés de garantizar una presencia, las otras ex repúblicas quedaron con una fracción de su población de origen ruso, étnicamente rusa o ruso hablante. En algunos de esos Estados se puede afirmar que existen enclaves rusos. Esto es una arista importante del problema.
La civilización rusa nació en el principado de Kiev, y su ingreso al mundo religioso cristiano se produjo en la región de Crimea. Para Rusia, sus lazos históricos, étnicos y culturales con Ucrania son muy profundos. Son tan profundos como pueden existir con otra república, Belarús, la Rusia Blanca.
Al desaparecer la URSS, y ser transferida su personalidad jurídica a la Federación de Rusia, no se producía automáticamente una sustitución cualitativa o cuantitativa. La Unión Soviética había sido la principal potencia ganadora de la Segunda Guerra Mundial, y como rival ideológico del sistema capitalista, había sido el eje articulador del campo socialista, aunque no sin resistencias. Su abrupta desaparición, producida por múltiples causas, dejó un vacío enorme en el Sistema de las Relaciones Internacionales. Años después una notable contribución teórica denominaría la implosión soviética como un caso paradigmático de un “cisne negro”. (Taleb, 2007) Es decir, un evento relevante e imprevisible con amplio impacto en el sistema de las Relaciones Internacionales. Aunque las agencias de inteligencia, las cancillerías y los centros de investigaciones, particularmente los que realizan estudios prospectivos, habían dedicado ingentes recursos financieros, tecnológicos y de información al estudio de la URSS, para todos ellos había pasado por alto. Tempranamente en los años 60’ del siglo XX, Ernesto Guevara había supuesto ese resultado como consecuencia de la decadencia soviética y su transición hacia el capitalismo. (Guevara, 2006, págs. 112-113) Fidel Castro había lanzado la alerta en el discurso por el aniversario de los asaltos a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, el 26 de julio de 1989 y en fechas posteriores. (Castro, 1990, pág. 238 y 243) Es decir, par de años antes, a tenor del análisis de los efectos catalizadores que sobre el proceso de descomposición e implosión de la sociedad soviética estaban desempeñando la Perestroika y la Glasnost.
Esa Unión Soviética en su epílogo se había retirado derrotada de Afganistán. Tras la caída del Muro de Berlín, había dado pasos acelerados para la desintegración de la alianza defensiva de la Organización del Tratado de Varsovia (OTV). Ni siquiera había atinado a reaccionar ante el desmantelamiento de sus redes de relaciones en la periferia global. Desampararon a Estados, partidos y movimientos políticos o de insurgencia armada cuyos intereses tenían puntos de convergencia con los de la URSS. El año 1989 marcó el inicio del Mundo unipolar, con la invasión estadounidense de Panamá, que influyó en la derrota del sandinismo en las elecciones nicaragüenses de 1990. Terminada la guerra entre Irán e Iraq, la invasión a Kuwait le dio un pretexto a Estados Unidos para comenzar a presionar a la OPEP, y controlar el mercado petrolero.
En cualquier caso, Rusia no era un sustituto a la altura de la URSS. Tenía un tercio menos de territorio y la mitad de la población. El proceso de reducción de su arsenal convencional y estratégico, si bien era consecuente con la necesidad de generar un clima internacional favorable al desarme y a la paz, expresaba las penurias de un Estado con una economía destrozada. Como ha descrito Putin en varias oportunidades, como funcionario del naciente Servicio Federal de Seguridad de la Federación de Rusia o (FSB), observaba a los “asesores” estadounidenses y de otras potencias occidentales, desplazarse con total libertad en las instituciones de gobierno de Rusia. Fue en esa condición que muchos funcionarios rusos comenzaron a sospechar que sus nuevos “socios” estaban realizando una labor sistemática de recolección de información de inteligencia para emplearla contra Rusia, con el objetivo de debilitarla como Estado. Pero esa sospecha no era fruto de la paranoia. La Guía de Planificación de Defensa de 1992, conocida comúnmente como Doctrina Wolfowitz, y que fuera filtrada al New York Times, era explícita en cuanto a intenciones: “impedir que cualquier poder hostil domine una región crítica para nuestros intereses, y por la tanto, fortalecer las barreras contra el resurgimiento de una amenaza global para los intereses de EE.UU. y nuestros aliados.” (Department of Defense, 1992, pág. 2)
En 1994 Rusia sufriría una costosa derrota militar en el territorio de Chechenia, cuya autoproclamada independencia contaba con el apoyo de elementos extremistas del mundo islámico, veteranos de la guerra de Afganistán. Pero esa derrota, representó simbólicamente “tocar fondo”, y paradójicamente fue el origen del resurgimiento del orgullo nacional ruso y de las aspiraciones de Rusia como potencia.
Quien siembra vientos, recoge tempestades: teoría e historia previa a una guerra que pudo evitarse.
Existe mucha evidencia acerca del compromiso verbal de no ampliar la OTAN hacia el Este, realizado por los líderes políticos y funcionarios de primer nivel de las cancillerías de las principales potencias occidentales, en reuniones con sus homólogos soviéticos a finales de los años 80´ y los primeros años de los 90’. (Savranskaya & Blanton, 2016) No voy a detenerme en este elemento esencial que no es detalle menor. El análisis documental sobre este tema merece especial atención. Particularmente cuando una parte de la academia ha tenido un lapsus en su memoria y ha reescrito la historia a conveniencia. Ejemplo de ello es la Historia de las Relaciones Internacionales escrita por Charles Zorgbibe, en la que se afirma que: “¿La desaparición de los peligros que justificaron la existencia de la OTAN provocarían la desaparición de la Organización Atlántica? Muy raros fueron los responsables políticos que se decantaron en ese sentido.” (Zorgbibe, 1997, pág. 679) Hoy en día se conoce que no fueron pocos los que por distintas razones se negaron en principio a ampliar la alianza militar, e incluso cuestionaron la pertinencia de su existencia. Aún se conocen nuevos elementos a partir de la publicación de fragmentos de las minutas que transcriben esas reuniones, como reveló el semanario alemán Der Spiegel en una de sus ediciones en febrero de 2022.
Claro que para analizar los acontecimientos actuales en el espacio post soviético y en particular los vinculados con Rusia, conviene hacer una revisión previa desde la teoría. Los más prestigiosos académicos en Relaciones Internacionales de Europa y de Estados Unidos, han reflexionado sobre el tema en las décadas transcurridas desde la desaparición de la URSS. Pero las preocupaciones trascienden por mucho la Rusia actual o su antecesora federación de repúblicas socialistas. Vienen de inicios del siglo XX.
El británico Harelford John Mackinder, uno de los muchos padres de la Geopolítica, pese a provenir de un Estado que era para la época la principal potencia naval y la metrópoli con mayor extensión de sus territorios coloniales, supo apreciar la centralidad de Rusia en el dominio de los amplios espacios terrestres euroasiáticos. Tener una extensión territorial tan amplia le hacía a Rusia no sólo poseedora de vastos y diversos recursos naturales, sino que le convertían de facto en un pivote entre civilizaciones. Quizás fue Mackinder uno de los primeros en avizorar una potencial alianza ruso-alemana y percibirla como una amenaza hacia el resto de potencias. (Mackinder, 1904, pág. 444)
Joseph Nye Jr. hilarizaba con la potencial autonomía militar europea y recordaba una irónica afirmación atribuida al primer Secretario General de la OTAN, Lord Ismay, según la cual el objetivo de la existencia del bloque militar era mantener a los estadounidenses dentro de Europa, a los rusos fuera de ella, y a los alemanes subordinados. El siglo XXI comenzó con la creación de enemigos no tradicionales, asimétricos y difíciles de identificar. La rusofobia que acompañó la política exterior estadounidense en buena parte del siglo XX, no podía prescindir de un adversario que había sido creíble y que podía identificarse bien. Así que en pleno 2002, Nye dejaba entreabierta esa posibilidad al decir: “Hoy en día, la OTAN aún es una garantía contra la posibilidad de que Rusia vuelva a ser una amenaza autoritaria…” (Nye Jr., 2002, pág. 72)
A lo largo de la Guerra Fría nos quejamos de tres cuestiones: el equilibrio de terror o destrucción mutua asegurada, los múltiples enfrentamientos indirectos entre las potencias bipolares en conflictos armados locales en la periferia y el ejercicio del derecho de veto que vemos como un anacronismo jurídico en las Naciones Unidas. Pero en la transición del siglo XX al XXI, el momento de unipolaridad y hegemonía sistémica capitalista se expresaba de forma concentrada en el poderío nacional estadounidense, en cuatro dimensiones: económico-financiero-comercial, científico-tecnológico, comunicacional y militar. Ello nos coloca ante la desafortunada evidencia de la realidad. Al existir un polo de poder exclusivo, Panamá fue invadido militarmente, Iraq fue destruida como Estado tras dos guerras, Yugoslavia fue fragmentada. Todas estas aventuras militares fueron realizadas en contra del Derecho Internacional, o como mínimo algunas de ellas bajo el amparo de un mandato ambiguo y que fue interpretado caprichosamente como en el caso de Libia.
No es de extrañar que surgiera con fuerza en algunos Estados la idea de que la proliferación nuclear sería quizás la última opción para evitar una agresión militar. O dicho de otro modo, salvaguardar la soberanía al costo de sanciones económicas y financieras y del aislamiento internacional. Para la época en que Kenneth Waltz comenzó sus estudios sobre equilibrio en la Relaciones Internacionales, nadie avizoraba como posibilidad el unipolarismo. En todo caso, percibía al bipolarismo como un sistema estable y predecible, y a un sistema multipolar como expresión de incertidumbre. (Waltz, 1988, págs. 240-282) Ahora cada vez se percibe ante la emergencia de problemas globales, que las soluciones unipolares o bipolares no son óptimas, sino que aquejan dos problemas esenciales: una interpretación incontestable de la realidad que no requiere dialogar con contrapartes, y el empleo desproporcionado y en no pocas ocasiones abusivo de los mecanismos de poder.
Todos los caminos conducen a…Ucrania
Zbigniew Brzezinski, fue quizás el que mejor comprendió el valor geopolítico de Ucrania para Rusia. Entendiendo que la desaparición de la Unión Soviética se traducía en términos prácticos en una pérdida significativa de influencia de Rusia sobre Ucrania, Brzezinski hizo síntesis en la siguiente expresión:
“Lo más problemático de todo fue la pérdida de Ucrania. La aparición de un Estado ucraniano independiente no sólo obligó a todos los rusos a replantearse la naturaleza de su propia identidad política y étnica sino que representó un revés geopolítico vital para el Estado ruso. El repudio de más de 300 años de historia imperial rusa significó la pérdida de una economía industrial y agrícola potencialmente rica y de 52 millones de personas lo suficientemente cercanas a los rusos desde el punto de vista étnico y religioso (…) La independencia de Ucrania privó también a Rusia de su posición dominante en el mar Negro, en el que Odesa había sido la principal puerta de acceso para Rusia al comercio con el Mediterráneo y con el Mundo situado más allá de él. (…) La pérdida de Ucrania fue muy grave desde el punto de vista geopolítico, ya que limitó drásticamente las opciones geoestratégicas de Rusia.”
(Brzezinski, 1997, pág. 99 y 106)
Un tiempo antes, Paul Kennedy se preguntaba qué sucedería con Ucrania en caso de darse una retirada militar soviética de los países que hasta ese momento eran parte del Pacto de Varsovia: “¿Cómo podría Rusia retirarse de Alemania del Este sin provocar la cuestión de una retirada similar de Checoslovaquia, Hungría y Polonia, dejando como frontera occidental de la URSS el dudoso lindero polaco-ucraniano, que está tentadoramente cerca de los cincuenta millones de ucranianos?” (Kennedy, 1988, pág. 478)
A pesar de sus discrepancias teóricas con John Mersheimmer, Samuel Huntington conocía perfectamente los antecedentes étnicos e históricos de la conformación de Ucrania como Estado, y de su relación a futuro con Rusia. Para él estaba claro que al desaparecer la Unión Soviética y convertirse en Estados independientes los miembros de su federación, Rusia y Ucrania tenían varios asuntos por abordar en su relación bilateral: el destino del armamento nuclear en posesión de Ucrania; el reparto de los buques de la Flota del Mar Negro y los nuevos acuerdos para mantener bases e instalaciones navales y de otra naturaleza militar de Rusia en Crimea; así como el tratamiento a la población étnica rusa o ruso hablante que habitaba de forma mayoritaria en las regiones al Sur y al Oriente de Ucrania. Incluso Huntington coloca de forma explícita y de acuerdo a su estudio sobre civilizaciones, que la OTAN no puede expandirse en territorios que no habían sido históricamente parte de la “cristiandad occidental” y cuyo núcleo estaría en la Iglesia Ortodoxa Rusa. Y dice más: “…también garantiza a Rusia que excluirá a Serbia, Bulgaria, Rumania, Moldovia, Bielorrusia, y Ucrania mientras Ucrania permanezca unificada”. (Huntington, 1996, pág. 162)
Henry Kissinger veía como un paso natural, la incorporación de los ex miembros del Pacto de Varsovia y del CAME (aunque omitiendo a la República Federativa de Yugoslavia, en proceso de disolución y a la muy pobre Albania), y en menor medida a los Estados nacidos de la desintegración de la URSS, a las estructuras de la Unión Europea y de la OTAN. En sus palabras, había que garantizar la viabilidad económica, política y de seguridad de esos Estados. Sin embargo, se acogió como una cuestión de principio la Asociación para la Paz, propuesta por el presidente William Clinton en una cumbre de la OTAN. Supuestamente esa asociación fue creada para no admitir a dichos Estados ex socialistas en la OTAN, porque la alianza militar atlántica no podía permitirse “trazar una nueva línea entre Este y Oeste, que fuera como una profecía de futura confrontación”. Kissinger llegó más lejos al afirmar que la “Sociedad para la Paz no es una estación de paso hacia la OTAN, como a menudo se ha afirmado erróneamente.” (Kissinger, 1996, pág. 822 y 823)
Obviamente entre la ficción y la realidad hay una distancia radical. Estados Unidos y la OTAN lejos de cumplir lo prometido, utilizaron la Asociación para la Paz para continuar ampliando la alianza militar hacia el Este. El asesor de campaña para las primeras presidenciales en las que Willian Clinton resultó electo presidente, Michael Mandelbaum, descalificaría tal paso en política exterior como un grave error. Su sentencia, lapidaria:
“La ampliación de la OTAN en los noventa ha sido para los rusos el equivalente a la cláusula de culpabilidad que se impuso a los alemanes en los años treinta: vulnera a su juicio los términos y condiciones del fin del conflicto con Occidente. Representa una traición al trato que creían haber alcanzado con sus antiguos enemigos.”
(Mandelbaum, 1996, pág. 61)
Dos décadas después, y al analizar la evidencia empírica, el propio Mandelbaum aseguró que: “La iniciativa que inició el desmoronamiento de los logros geopolíticos que Estados Unidos había logrado con el final de la Guerra Fría fue la expansión hacia el Este de la alianza militar de la era de la Guerra Fría Occidental, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), para incluir a los países ex comunistas de Europa del Este y, en última instancia, antiguas partes de la propia Unión Soviética.” (Mandelbaum, 2016, pág. 68)
En todo caso, la traición a la confianza rusa ya estaba en marcha. Esa condición se agravó peligrosamente en el segundo mandato de George W. Bush. Resulta curioso que en 2006, el Princeton Project on National Security presentara a la nación una obra colectiva bipartidista, con más de 400 contribuyentes en su redacción, que pretendía erigirse en directrices de política exterior para el siglo XXI. En el prólogo de Forging a World of Liberty under Law: US National Security in the 21st Century, se elogiaba las contribuciones de Zbigniew Brzezinski, Henry Kissinger y Madeleine Albright entre otros. Sin embargo, el detalle más agudo era que la obra se había inspirado en el memorándum confidencial NSC-68 y había intentado ofrecer “una versión colectiva del artículo de X, “The sources of Soviet Conduct””. (Anderson, 2014, pág. 189) Es decir, los documentos inspiradores eran nada más y menos que aquellos redactados por George F. Kennan, y que serían el sustento teórico de las posturas más conservadoras y agresivas de Estados Unidos en el transcurso de la Guerra Fría. Esto adquiere mayor relevancia cuando el documento refiere como una potencial amenaza y factor de inestabilidad el resurgimiento de Rusia como potencia.(Princeton Project on National Security, 2006, pág. 48)
Una guerra con olor a petróleo y gas
En cuanto a Ucrania, hay que observar que desde antes de que comenzara el complot del Euro Maidán y la guerra en 2014, el país tenía recursos propios de gas y petróleo, sobre todo a partir de la exploración de yacimientos en el Mar Negro. La industria pesada se beneficiaba fundamentalmente de la energía nuclear y de las abundantes reservas de carbón que se encuentran en el Donbas, precisamente en las regiones donde se mantuvo en estado latente el conflicto: Donetsk y Lugansk. Y hay que añadir que el territorio era la principal vía de tránsito para las exportaciones de gas ruso hacia Europa, por las que recibía una parte de ese gas y cobraba impuestos. (Kostrytska, 2019, 124)
Sin embargo, la decisión del pueblo de Crimea de aprobar en referéndum su incorporación a la Federación de Rusia, y la guerra que desde el 2014 comenzó en el Oriente de Ucrania, restaron amplias posibilidades al desarrollo de los recursos de gas y petróleo, pero también de carbón. Rusia comenzó de manera acelerada a construir gasoductos para suministrar gas a Europa sin transitar por Ucrania. En otras palabras: la construcción de esos gasoductos, Nord Stream 1 y 2, y South Stream, implicaban la preparación de condiciones para un conflicto armado a gran escala en que la seguridad energética europea no podría ser usada por Ucrania como un escudo protector. No resulta casual que el conflicto estallase una vez que las obras del Nord Stream 2 concluyeran y estuviese en proceso de certificación el gasoducto.
Valdría la pena preguntar por qué en 2014 Rusia no comenzó la guerra a gran escala contra Ucrania. Veamos algunos elementos que ameritan ser evaluados. Primero que todo, en 2014 estaba en su momento de apogeo el fracking a escala global, pero en particular en Estados Unidos. La industria petrolera estadounidense había logrado mediante la fracturación hidráulica, y a pesar de criterios geológicos y ambientales, aumentar sus volúmenes de producción, lo que en un contexto de reducción del consumo por ahorro y disminución de las importaciones, hacía creíble el discurso de la “independencia energética”. Una guerra en 2014 habría disparado al alza los precios y habría convertido en muy rentables incluso a las tecnologías más obsoletas de la fracturación hidráulica. Estados Unidos trató de debilitar la capacidad de oferta de sus rivales geopolíticos que eran a la vez competidores en el sector de los hidrocarburos: Rusia, Irán y Venezuela. A menor renta petrolera, menor gasto público y menor presupuesto de defensa.
Rusia ha esperado pacientemente. En estos últimos ocho años, gracias a una inteligente política de concertación de oferta, precios y recortes de producción con otros productores y los miembros de la OPEP, logró expandir su gasto público (incluido en el sector de la defensa) y sus reservas internacionales. Consiguió desplegar los procesos de modernización y ampliación de sus fuerzas armadas, fortaleciendo su capacidad militar con la incorporación de sistemas de armas (convencionales y estratégicas) que se equiparan o incluso superan los estándares de Estados Unidos y la OTAN. Afianzó sus relaciones en el ámbito del espacio post soviético. Detuvo el golpe de Estado en curso en Kazajistán, y las hostilidades entre Armenia y Azerbaiyán. Desempeña un papel activo en la reconstrucción del Estado afgano. Amplió sus vínculos multidimensionales con varios Estados en diferentes regiones, particularmente potencias medias regionales en ascenso en la arquitectura de poder global. Y finalmente, llevó su relación con la República Popular China a un nuevo nivel de profundidad. Quizás ya se pueda decir que son más que socios estratégicos: aliados.
Bibliografía
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Tremendo buen articulo de un autor cubano